sábado, 14 de diciembre de 2013

Regiones

Las primeras dos cuadras de la calle la ocupaban locales de ropa y una sucursal del banco, allí Tania estaba impaciente porque los cajeros tardaban en atender. Respiró, y soltó un lento, largo y sostenido suspiro. Ya faltaban dos personas y llegaría su turno para pagar, pudo por fin hacerlo. Salió, y el paisaje la entristeció un poco.
Buscó en su cartera un pañuelo para secarse la transpiración, luego sacó un espejo y un lápiz de labios. Continuó caminando hasta la parada del ómnibus, miró a los vendedores, a las mujeres gitanas con sus hijos, a los afiches; todo era distinto, pero había un símil en algunos puntos.

De aquella época, Luis recordaba encuentros fugaces, besos robados y pedidos, lágrimas, risas, letras de canciones y el poemario que alguna vez comenzó con Tania.


Ya en su casa, abrió la heladera y nerviosa buscaba la pastilla para calmar su dolor de cabeza. La tomó tan violentamente, que cuando apoyó el vaso de agua sobre el mesón, casi estalla. Se fue inmediatamente al dormitorio, y su cabeza cayó pesada sobre la almohada.
Eran las dos de la tarde de un martes, y mientras todos bufaban porque esto era un infierno, ella se mantenía indiferente, concentrada en varios objetos al mismo tiempo. Miró su reloj, se levantó para marchar sin rumbo fijo. Sus ojos se maravillaban con las casonas de la calle Salta, con los eucaliptos del parque a los que creía guardianes de ese lugar. Quedaba muda frente a  los leones al costado del pórtico negro, con las esculturas del santo y del Kakuy.  Bailaban mil imágenes, y Tania amaba aquel ritmo, no sentía soledad, ni angustia, ni tristeza. Reía incesantemente. Abrió sus brazos para dejarse acariciar por el viento, se dejó llevar por ríos caudalosos, cruzó al otro lado del mundo sin levantarse jamás del lecho.


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