La sensibilidad de Nora era la de una lija, pasaba el día
malhumorada, entregada a su destino de hija soltera. Su día comenzaba al abrir
el quiosco que estaba frente a la escuela, allí el vaivén de niños y de
maestras eran parte de su rutina. Cuando no había nadie, ella pasaba sus dedos
por el vidrio del mostrador, o se entretenía escuchando la radio para ahuyentar
los fantasmas que la visitaban con gritos, con los azotes de un cinto de cuero
en la mano, a plena mañana y bajo el techo de chapa donde el Tata acomodaba sus
cachivaches. Ejércitos de pesadillas la sitiaban, la derrotaban y ella se
levantaba en medio de toda esa mugre con una amargura en la boca, era en la
conciencia menos que el polvo bajo sus pies. Intentaba calmarse tomando agua,
acomodándose el pelo, pero una y mil veces el monstruo regresaba más fuerte que
la vez anterior. Nora respiraba agitada, veía cucarachas por las paredes y el
piso, la nariz se le llenaba de un olor nauseabundo, su mirada buscaba un
refugio cuando desde lo profundo de su ser gritaba: ¡Soltame! ¡Soltame basura!.
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