Las primeras dos cuadras de la calle la ocupaban locales de
ropa y una sucursal del banco, allí Tania estaba impaciente porque los cajeros
tardaban en atender. Respiró, y soltó un lento, largo y sostenido suspiro. Ya
faltaban dos personas y llegaría su turno para pagar, pudo por fin hacerlo.
Salió, y el paisaje la entristeció un poco.
Buscó en su cartera un pañuelo para secarse la
transpiración, luego sacó un espejo y un lápiz de labios. Continuó caminando
hasta la parada del ómnibus, miró a los vendedores, a las mujeres gitanas con
sus hijos, a los afiches; todo era distinto, pero había un símil en algunos
puntos.
De aquella época, Luis
recordaba encuentros fugaces, besos robados y pedidos, lágrimas, risas, letras
de canciones y el poemario que alguna vez comenzó con Tania.
Ya en su casa, abrió la heladera y nerviosa buscaba la
pastilla para calmar su dolor de cabeza. La tomó tan violentamente, que cuando
apoyó el vaso de agua sobre el mesón, casi estalla. Se fue inmediatamente al
dormitorio, y su cabeza cayó pesada sobre la almohada.
Eran las dos de la tarde de un martes, y mientras todos
bufaban porque esto era un infierno, ella se mantenía indiferente, concentrada
en varios objetos al mismo tiempo. Miró su reloj, se levantó para marchar sin
rumbo fijo. Sus ojos se maravillaban con las casonas de la calle Salta, con los
eucaliptos del parque a los que creía guardianes de ese lugar. Quedaba muda
frente a los leones al costado del
pórtico negro, con las esculturas del santo y del Kakuy. Bailaban mil imágenes, y Tania amaba aquel
ritmo, no sentía soledad, ni angustia, ni tristeza. Reía incesantemente. Abrió sus
brazos para dejarse acariciar por el viento, se dejó llevar por ríos
caudalosos, cruzó al otro lado del mundo sin levantarse jamás del lecho.
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