A Marianito le gustaba invitar a sus amiguitos a dormir.
Siempre llevaba papitas, gaseosas y películas de terror a la pieza,
y cuando ellos se encontraban en un estado inicial de pánico,
apagaba las luces y aullaba desde distintos puntos del cuarto.
Marianito sentía una fascinación morbosa por verlos aterrados, era
algo que estaba más allá de su comprensión. Sus padres casi nunca
estaban, y las niñeras que solían transitar por su casa, le
gritaban cuando tenían que socorrer a sus ocasionales compañeros de
piyamada tras encontrarlos pálidos y temblorosos en medio de una
crisis de llanto.
Marianito fue espaciando sus viernes de películas porque ya no tenía
amiguitos dispuestos a ser traumatizados. En un par de ocasiones
intentó hacer lo mismo con sus niñeras pero una de ellas, en una
crisis de histeria, le golpeó el rostro de manera brutal y cuando
sus padres descubrieron el hematoma se molestaron con él. No lo
intentó más.
Después de un mes sin sesiones de terror, fijó su atención en la
niña pálida que ayudaba a su madre en la atención de una
verdulería en la esquina de su casa.
No le costó trabajo acercársele, siempre invitaba amigos varones
pero imaginó que no habría obstáculos en llevar a una niña, un
viernes a la noche.
Cuando se lo mencionó a sus padres se lo negaron rotundamente así
que comenzó a idear la manera de asustarla... sin llevarla a dormir
antes.
Cada mañana durante un mes, acompañó a sus niñeras hasta la
verdulería y fraguo lenta y serenamente una buena amistad con la
niña.
Se llamaba Rocita, tenía 10 años igual que él, odiaba la escuela
igual que él, sentía antipatía por las comidas con acelga igual
que él y... odiaba las películas de terror porque le causaban
miedo.
Este detalle casi le provoca una erección y se sintió un tanto
incómodo con eso.
Una noche se escapó de la niñera y se fue a conversar con ella.
Eran las diez. La madre de la niña los vio sentados en la vereda y
los dejó pasar el rato. Cerró la verdulería y entró dejando a la
parejita, conversando debajo de un árbol.
Marianito le contaba historias de terror a Rocita y ella escuchaba
atenta, con las manitas crispadas sobre la pollera. Bajo la luz de la
luna se la notaba pálida y temblorosa.
Le contó que en noches como esa se escuchaban aullidos en el fondo
de su casa y que sus padres se negaban a creer que algo vivía entre
los limoneros y naranjos de su patio.
-Pedí permiso y vamos un rato a mi casa para que te muestre de donde
vienen los ruidos.- propuso Marianito y Rocita lo miró un instante
con el rostro blanco del susto, antes de entrar a preguntar si podía
ir. Cuando salió cinco minutos después se la notaba nerviosa.
Entraron a la casa por el costado para que su niñera no se diera
cuenta de que había huido hacía un buen rato. A tientas, en la
oscuridad, se llegaron hasta el primer naranjo donde el niño
escondía una linterna. El haz de luz iluminó poco. Había casi diez
árboles cargados de frutos. Marianito señaló una zona oscura en el
rincón izquierdo de la pared perimetral y le iluminó el rostro para
mirarla.
-Ahí es donde se escuchan los aullidos, primero se sienten arañazos
en la pared y después el llanto. Mi niñera cree que puede ser un
perro, pero ninguno de mis vecinos tiene mascotas.
Rocita estaba agitada y tenía los ojos cubiertos de lágrimas.
-Vamos a ver que hay -instó Marianito tironeándola del brazo. La
niña emitió un pequeño quejido.
-No- le dijo suavemente casi al borde del llanto.
-Vamos- volvió a insistir y esta vez le tomó de la mano obligándola
a seguirlo.
Caminaron despacio hasta que quedaron a unos metros de la esquina
oscura.
Se sintió el ruido de la cadena antes de que un perro enorme y negro
casi les saltara encima ladrándoles.
Rocita pegó un alarido y Marianito retrocedió chillando fascinado.
El perro movía la cola feliz mientras ladraba.
El niño se dio media vuelta y la buscó. Ella estaba parada junto a
un naranjo, apoyando la espalda en el tronco, con las manos adheridas
a su vestido y el rostro casi azulado por el pánico.
Marianito se tomó de la panza y comenzó a reír a grandes
carcajadas.
Rocita hiperventilaba.
Se dio cuenta de que a su amiga le pasaba algo extraño cuando un
silbido comenzó a salir de su pechito mientras la caja torácica
subía y bajaba de manera alarmante.
-Eh!- le gritó tratando de quitarle dramatismo a la situación y se
le acercó.
Ella estaba con los ojos casi fuera de las órbitas, estática,
intentando respirar.
-Rocita- le dijo él y le apoyó la mano en el hombro.
La niña pareció salir del trance y gritó aterrorizada abriendo la
boca tan demencialmente que se escuchó cuando la mandíbula salió
de su lugar y la comisura de los labios se rasgaron dejando escapar
un hilo grueso de sangre.
Rocita se agarraba de la cabeza y se arrancaba mechones de pelo
mientras daba alaridos que por ratos se confundían con un aullido
animal.
Marianito retrocedió espantado.
La niña gritó hasta que el globo ocular derecho cayó dejando una
cuenca vacía. Gritó mientras por entre las piernas se escapaba un
chorro caliente de orina y el líquido cambiaba de color hasta ser un
reguero de sangre que llegaba al suelo sin tocar su entrepierna.
Gritó hasta que el perro se ahorcó con la cadena mientras intentaba
huir.
Gritó hasta que la lengua se le hinchó tanto que comenzó a
reventar.
Gritó hasta que Marianito comenzó a convulsionar mientras escupía
espuma espesa por la boca.
Rocita regresó a las 11 de la noche a su casa. Su madre la regañó
por tardar tanto y su padre le preguntó porque le faltaba el ojo
derecho.
-No me gusta que me cuenten cuentos de terror- le aclaró mientras
recordaba que lo había levantado y estaba en su bolsillo izquierdo.
-Ya no quiero ser amiga de Marianito, me hace asustar- acotó al
final, mientras lo ponía nuevamente en su cuenca.
Diana Beláustegui
1 comentario:
Buenísimo.
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